Hace unos meses, en una entrevista, le pregunté a Rafael Spregelburd qué pensaba de la máxima de la pistola de Chéjov, esa que dice que si hay una pistola en escena en algún momento esa pistola tiene que ser disparada. Se lo pregunté a cuenta de sus obras, en las que mil veces me parecía encontrar cosas como “pistolas no disparadas”, pero que cumplían funciones poéticas, que no se entendía bien para qué servían pero servían para algo, como espectadora una no podía abandonar esa intuición. Lo que me dijo fue que, en algún sentido, la máxima así puesta estaba incompleta: si hay una pistola en escena esa pistola se tiene que disparar, pero algo tiene que salir mal. O bien la dispara la persona menos esperada, o bien la persona que dispara se equivoca y no mata a nadie, o bien la pistola está descargada. No sé si “la literatura se trata de eso” pero es algo en lo que pienso cada vez más: escribir un cuento o escribir un libro tiene que ser siempre cumplir una promesa y traicionarla. Si el famoso pacto ficcional no se quiebra un poco, no pasa nada; pero de ahí a la arbitrariedad total, a la costura que se ve, o peor, a la canchereada, hay un movimiento mínimo. Lo que más me gustó de los dos libros que leí estos días, Piletas de Félix Bruzzone y Once tipos de soledadde Richard Yates, fue el modo suave, líquido, en que incumplen sus promesas.
“La traición de Bruzzone”, para ponerle un título petardista, es de las más radicales que he leído en muchos años. El libro empieza con una premisa sencilla: compilar las crónicas cotidianas de un escritor que, como no vive de los libros (aunque es, probablemente, uno de los escritores más exitosos y reconocidos de su generación en el país) se dedica a limpiar piletas ajenas. Algunos de estos pequeños relatos fueron publicados en una columna que Bruzzone tenía en el suplemento Sábado del diario La Nación; otras aparecieron en su Facebook. Yo fui fan de ambos canales y aunque siempre me dejaban con ganas de más me gustaba algo de lo que se armaba en esa acumulación de relatos que no se leían todos juntos, de los que me iba olvidando, pero que sedimentaban en mí un universo como el que te van armando los rumores, las historias sobre los amigos de tus amigos. La experiencia de lectura de Piletas en formato libro es suficientemente diferente como para que incluso los seguidores más acérrimos del escritor piletero nos encontremos con algo nuevo.
No sé con exactitud (no está señalado en el libro, y me parece bien) cuáles de los textos son inéditos y cuáles ya estaban circulando por internet, pero la compilación y el orden en el que está armada le permite este desvío sorprente que en los relatos separados era imposible, o al menos difícil de ver. Bruzzone se va corriendo de todo: se corre del realismo, de la convención de la crónica y de la propia promesa inicial de su libro. A medida que avanza el libro los textos se van enrarenciendo: los animales empiezan a hablar, a opinar y a guerrear con el piletero, en algunos de los pasajes más hermosos del libro. El piletero empieza a enamorarse y desenamorarse de sus clientes, a dedicarles cartas y plegarias. Algunos temas que están insinuados desde el principio toman un color más intenso cuando se los mezcla con estos nuevos relatos fantásticos: la cuestión inevitable de clase y la condición del escritor como una especie de loser crónico que produce en los demás una ternura irritante (pero tierna, también, en la mirada de un escritor implacable que jamás se rinde ante el cinismo ni ante la posibilidad de la parodia llana). Todo se vuelve igual de importante e igual de ridículo.
Es un concepto trillado ese de “encontrar la poesía en lo cotidiano”, pero Bruzzone hace con eso algo realmente nunca visto. Sus armas son su pluma y su libertad: se permite cualquier cosa, todo lo prueba, todo lo devora y todo le sale bien. Este es un libro mucho más ambicioso de lo que parece, en términos de variedad de recursos y de la explosión que produce en este formato de relatos diminutos que su autor domina con la maestría de un Lydia Davis local. Tiene humor, tiene dulzura, tiene mirada, tiene saberes prácticos de esos que no se adquieren “investigando” sino viviendo y tiene autoconsciencia, es amoroso sin ser nunca ingenuo. El piletero es ese personaje que debió haber sido el Patterson de Jarmusch si Jarmusch no fuera tan hipster y pretencioso: posee la sabiduría de los que están enamorados del mundo sin engañarse sobre sus lugares más oscuros.
Para alegría de los amantes de la literatura norteamericana Fiordo reeditó la traducción rioplatense-friendly de este clásico de Yates. Leí el original hace varios años, y siempre me había fascinado su universo de miserias modestas en la Nueva York de los años 40, pero releyéndolo ahora más atenta a algunas cosas que hoy me interesan más que cuando era chica me di cuenta de algo: casi ninguno de los cuentos terminaba cuando todo indicaba que debía terminar. En el primer cuento ya se muestra ese recurso incluso exagerado: la historia de Vincent, un nene de clase baja que llega a una escuela tal vez apenas por encima de los medios de su familia, podría terminar cuando Vincent se anima, luego de días de no hablar con nadie, a contar su fin de semana delante de toda la clase, o cuando después de eso sus compañeros lo acusan de mentiroso, o cuando inmediatamente después hace dibujos obscenos en las paredes y sus compañeritos lo celebran como un rebelde. Pero termina después, cuando la maestra lo saluda con cariño y sus amiguitos se dan cuenta de que no es ningún rebelde, lo vuelven a acusar de mentiroso (me parece particularmente interesante la decisión de repetir ese momento, de hacerlo a Vincent vivirlo por segunda vez en apenas unas páginas) y Vincent termina tan solo como llego, pero ahora sin esperanzas y lleno de furia. Más adelante, en un cuento narrado por un soldado que habla sobre el jefe de su batallón, vuelve a pasar lo mismo: todo indica que el cuento debería terminar cuando relocalizan al jefe, pero el cuento avanza bastante más, contando cómo les fue a los soldados con su nuevo jefe y cómo desaprendieron todo lo que habían aprendido con ese jefe que amaban odiar. La escritura de Yates es orgánica y de puntadas invisibles, es muy difícil encontrar dónde está produciendo la magia, pero en estos finales movidos me parece que hay una clave.
La sensación nunca es que Yates te mueva la alfombra por debajo de los pies, sino más bien un tipo de reconocimiento por parte del lector: una vez que pasamos ese primer “falso final” y nos damos cuenta de que el cuento sigue empezamos a entender que la historia que nos estaban contando siempre fue otra, que las señales estaban ahí pero que el autor las escondió para que nos dejáramos llevar y fuéramos digiriendo de a poco lo que nos quería contar, que, spoiler alert, siempre es lo que nos cuenta el título: la soledad de los chicos en un colegio nuevo, de un tipo que se queda sin trabajo, de una mujer con un marido postrado y un amante tomando cerveza a unas cuadras del hospital. Las soledades, a diferencia de las tragedias, no se superan: no tienen finales, como los cuentos de Yates. En el medio van apareciendo otros temas: la guerra, la pobreza, el sexo (se podría escribir una nota entera sobre el modo en que aparece la sexualidad femenina en estos cuentos, desbarracando muchos mitos sobre “las blancas palomitas de los años 50”), el matrimonio, la camaradería y la amistad, las instituciones, los trabajos de oficina. Pero Yates prueba cosas distintas en cada cuento: en algunos casos el héroe, como Vincent, es un poco un misterioso: la narración en tercera sigue su perspectiva pero no llegamos a saber lo que quiere, lo que sueña o lo que lo angustia. Yates nos muestra, en ese caso y en otros (por ejemplo el de Walter, el protagonista de “Un perdedor nato”), cómo se producen ciertos personajes con los que a veces nos cuesta empatizar: el pequeño bully, el pobre tipo. Todos ellos, nos dice Yates, son como nosotros, y hacen lo que hacen por lo mismo que todos nosotros: tienen miedo de quedarse solos. En otros casos, como el de Grace (protagonista de “Lo mejor”) o el soldado de “Jody tuvo suerte”, Yates nos acerca un poco más a la interioridad de los personajes pero sigue manteniendo una zona oscura, una zona que se choca con la oscuridad propia de la experiencia. Algo del mundo, de lo que sentimos, lo que pensamos y hasta lo que tocamos, siempre nos es opaco. Y ese algo tiene que ver con la soledad, con una soledad como imborrable, pero no sabemos muy bien exactamente cómo. Cierta literatura, la de Yates entre ellas, nos llena la panza de miedo porque nos choca con eso, como un vértigo de la subjetividad.
Fuente: Agenda BA.