«César Vallejo es más conocido por escribir poemas que cambiaron el modo de concebir el género en el siglo XX, pero además formó parte de una tradición de poetas latinoamericanos devenidos periodistas que escribían crónicas para ganarse el sustento y tenían una labor militante», reza la contratapa de Una experiencia del mundo (Excursiones), que reúne sus notas y artículos. Los que lo inscriben, como dice Carlos Battilana en el prólogo, en la «tradición de poetas transformados en periodistas».
Acá, dos textos maravillosos, provenientes de ese libro.
La defensa de la vida
Yo no puedo consentir que la Sinfonía pastoral valga más que mi pequeño sobrino de cinco años llamado Helí. Yo no puedo tolerar que Los hermanos Karamazov valgan más que el portero de mi casa, viejo, pobre y bruto. Yo no puedo tolerar que los arlequines de Picasso valgan más que el dedo meñique del más malvado de los criminales de la tierra. Antes que el arte, la vida. Esto debe repetirse hoy mejor que nunca, hoy que los escritores, músicos y pintores se las arreglan para evadir la vida a todo trance. Conozco a más de un poeta moderno que suele encerrarse en su gabinete y sacar de allí versos desconcertantes de ingeniosidad, ritmos habilísimos, frases en las que la fantasía llega a espasmos formidables. ¿Su vida? La vida de este poeta se reduce a dormir hasta las dos de la tarde; levantarse sin la menor preocupación, o, a lo más, bostezando de tranquilidad y aburrimiento, y ponerse a almorzar con buenos cigarros hasta las cuatro de la tarde; leer luego sus versos ultramodernos, hasta que vuelve a tener hambre a las ocho de la noche. A las diez de la noche está en un café de artistas, comentando regocijadamente los dichos y hechos de los amigos y colegas y a la una de la mañana torna a su cuarto, a forjar nuevos versos, hasta las seis de la mañana, en que se queda dormido. De una existencia tal sale, como he dicho, una obra plena de imaginación, rebosante de técnica, deslumbrante de metáforas e imágenes. Pero, de esa misma suerte de existencia no sale más, de allí no puede salir más que una gran técnica en el verso y una suma y sutil habilidad de composición. En cuanto al contenido vital, nada.
En estos poemas burgueses, que viven a sueldo de gobierno o con pensión de familia, sobrevive la tara lacaya y sensual de los peores tiempos cortesanos. Ni un adarme de inquietud humana, fuera de su preocupación malabarística. Ni un átomo de zozobra sincera, de miedo a las disyuntivas eternas de las cosas o al hambre y el infortunio personal siquiera. Con dinero suficiente para subsistir mediocremente, carecen hasta de ansias circunstanciales, como las de comer y beber mejor. Estos artistas andan por el medio de las cosas, como diría Giraudoux. No van por la acera derecha por pereza de buscarse un contrapeso –instinto ideal– para la acera izquierda. Y viceversa. Espíritus tranquilos, completos, equilibrados, prudentes, cobardemente dichosos. Ni se rompen un brazo en un tren, ni almuerzan demasiado nunca. No deben ni dan prestado. No sudan ni lloran. No se embriagan de alcohol ni pasan un insomnio. Orgánicamente ecuánimes, constituyen la imagen más pura de la muerte.
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