Editorial Excursiones

“El deseo que arrasa” en La Agenda por por Agustina Rabaini, 10/11/2021

“Construir un espacio donde las palabras circulen y hagan vibrar la lengua. La escritura es un acto de soledad, pero la creación es colectiva. Es con los otros, sean personas, animales, plantas, estrellas, vivos o muertos. Se trata de abrir ventanas, que el mundo pase y te atraviese. Dejar de ser uno”.

Leila Sucari desliza estas palabras en uno de los textos de Te hablaría del viento (Excursiones), un compilado de crónicas donde navega en lo cotidiano y en modos de decir y construir lenguaje; su deseo de vivir y bucear entre palabras.

“De eso se trata: volverse un predador. Afilar la mirada. Percibir con la lengua. Armar y desarmar párrafos. Cambiar puntos de lugar y leer en voz alta haciendo movimientos extraños con las manos. Transformar la materia en sonido…”, escribe en “Ventanas”.

Llevo tiempo leyendo los textos breves de esta autora nacida en Buenos Aires en 1987. Creo que podría reconocer ya su voz entre muchas otras, por ese borde de filo y ansiedad con el que hurga en el hueso o brillo de lo diario.

“La vida avanza mientras el espanto y la belleza se precipitan como rayos. El cuerpo y la mente habitan paisajes que no coinciden. Revuelvo la sopa mientras pienso en ballenas. Limpio las manchas del piso mientras evoco tus besos. Escribo el futuro contando el pasado”, escribe la misma que, de madrugada, no puede dormir.

En el mundo en el que viven sus escritos, las noches se alargan o se deforman; se encienden como si lo que no pudiera apagar fuera el deseo. Leer a Leila es entrar en un río de días y noches, y en ese tránsito el tiempo se convierte en otra cosa, tal vez en ese “espacio sin fin” al que refiere Laurie Anderson en El corazón de un perro.

Otras veces su voz se demora en domingos a ritmo lento y nada calma la angustia, la rumia, la bestia interna… Por eso insiste en que necesita construir calma, aun sabiendo que nada de eso se puede construir. El cuerpo de sus textos se mueve a veces en un límite entre la ficción y la no ficción. Y como si fuera la protagonista de una película, en las escenas de a ratos es madre, hija, amante… Pasa de la más pura felicidad al cansancio o a la desesperación.

En primer plano suele haber dos ojos grandes que reclaman, desean e interpelan como solo puede hacerlo un hijo –Simón–, ese niño que crece y, como su madre, hace preguntas. Montañas de preguntas.

“Que sepa que lo espero y que lo amo a pesar de que desee huir cada vez que se hace de noche”, se lee en “Mi volcán doméstico” y asegura que “la maternidad puede molestar como un abrazo incrustado en la piel”.

Claro que criar, sostener, maternar o crecer junto a un niño pequeño también puede ser “suave y bello”.

En uno de los textos más hermosos, la cronista vuelve al lugar de los fines de semana de la infancia, y el tiempo se vuelve viaje. Regresa al campo, pero no para de hundirse en la evocación y en la nostalgia sino para volver a un lugar donde ya no están los cardos, los lagartos o el estanque. Sí están el aromo, el cielo abierto, la posibilidad.

“El campo se transformó en un pequeño bosque”, dice desde un paisaje sin sombra y vuelve, con hijo de la mano, a una infancia que, en algún lugar, sigue siendo vibrante y verde. De vuelta en el sillón de su casa, hace collages, improvisa campamentos en el living y llama “barcos” a los cuartos de naranja que le ofrece al hijo a la hora de la siesta. El asunto del tiempo se vuelve recurrente. Ese dilema o misterio sobrevuela tanto como su interés por hallar tesoros o rarezas.

El tiempo es extraño, y las cosas también. “Hoy confundí un pedazo de cáscara de banana con un hueso”, cuenta y compara un momento con un remolino de agua. “Arriba, abajo, pasado y presente. Todo un mismo líquido fundido”.

El deseo, el tiempo y las preguntas empujan la escritura de un libro que se gestó antes y durante la cuarentena.

Simón dice: ¿Y podemos ir en bote a Japón?; ¿La luna nos sigue?”; ¿En Tierra del Fuego se congelaron los autos?; ¿Hoy es ayer?

Y Leila: ¿Cuál es mi desvío? ¿De qué color es esto que siento? ¿Qué movimiento lo libera? ¿Qué distancia?¿Quién es yo?

La maternidad cubre el cielo o se vuelve inundación, ola rasante, capullo o cansancio y los bosques pueden ser de acuarelas, mientras Chavela Vargas suena desde algún fondo. En todo momento, las lecturas se acumulan en su mesa de trabajo y enriquecen la conversación (desde Mansfield y Dickinson a Ida Vitale o Miranda July, de Jean Luc Nancy a Esther Díaz, y de allí a Berger o Watanabe).

Las lecturas, los sueños y la realidad devienen fuente de exploración permanente… Como cuando lee a Carver en “Mudanzas” y se pregunta si se pasará la vida haciendo bolsos mientras arma y desarma bibliotecas.

¿Y si me mudo al campo?, insiste más allá, la que no puede dejar de moverse. La misma que llega a saber que “la libertad es un destello que se construye con esfuerzo”.

Cuando se calza los zapatos de periodista –su oficio desde hace largo tiempo– y vuelve a la marea de las marchas, se mezcla con otras y otros. Vuelve al asfalto, a las pieles fundidas, a las palabras mezcladas con las consignas y los cantos.

Leila observa, escucha, huele, palpa, recolecta y a veces gana experiencia o profundidad de reflexión… “Lo bueno es que ya no soy ingenua como antes. No caigo en el encanto mentiroso de la casita con fondo y parrilla.…” La vida con otro o la felicidad también se volvieron algo frágil y precario. Y entre las escenas, el amor es una enredadera. Allí están los amantes y los amigos pero también los gatos, el grillo de la ventana o ese anfibio en el que ella misma puede devenir, en plena vigilia o en un sueño.

Y si le preguntaran por la felicidad, probablemente volvería a una escena donde un gato y un niño juegan fuera del tiempo.

Y a mirar a su hijo dormir.

O se pondría a bailar a la deriva, para alejar la tristeza.

Patti Smith dijo que “escribimos porque no podemos limitarnos a vivir”, y dónde pondría una autora como Leila sino la intensidad, el temor, el borde, el juego, la gracia, los sueños.

“¿Por qué las cosas se rompen? ¿Por qué no pueden durar para siempre?”, le dice el hijo en “Satélite de amor”, casi al final del libro, para avanzar hacia un remate o línea hermosa…

Anda hablando de las plantas, de cómo les gustan mirarlas y a ellas, ser observadas, y concluye: “Las miro bellas y se vuelven bellas. Las miro vivas y envivecen. Nos construimos juntas”.

Para Leila Sucari, finalmente, mirar y contar también pueden ser una forma de cuidar.

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Esta entrada fue publicada el 11/04/2022 por en Prensa.
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