El ensayo es probablemente el lugar en el que percibimos a un autor con mayor claridad. Libre de los disfraces eventuales tras los que la ficción y la poesía le permiten parapetarse, concentrado en su objeto particular y distraído por ello mismo de la obligación de autorrepresentarse, nos habla de sí mismo, paradójicamente, en el preciso instante en que cree estar hablar de cualquier otra cosa. Así, al referirse a las tomas del cineasta Béla Tarr, en las que el plano que se detiene con morosidad en una construcción o un paisaje pasa luego a mostrarnos de espaldas al espectador de lo que acabamos de ver, Sergio Chejfec nos ofrece una clave (“El obstáculo necesario”). En la tensión que se juega entre esos dos polos: ver algo a través de nuestros propios ojos o verlo a través de los ojos de alguien más (donde ese alguien más es inseparable de lo que vemos), en esa tensión discurren los diferentes ensayos compilados en El visitante:
Aquello que miramos ha sido construido, parecen decir sus películas [las de Béla Tarr], tanto, que ahora ya es ruinoso. Es construido el paisaje, como construida cualquier escena de la que se trate, pero también es construida y puede estar arruinada nuestra forma de ver. Del juego entre estas construcciones de la mirada nace un drama al que no podemos asignar un estatuto concreto, aunque lo intentemos. (p. 43)
El de Chejfec es un arte de lo modesto. Y, también, un arte de lo persistente. No la gota que horada la piedra, porque en ese caso la piedra horadada y la gota siguen siendo reconocibles sin que dudemos de cuál es cuál. Lo que Chejfec logra es que los objetos de sus diversos ensayos terminen pareciendo, parafraseando a un célebre ensayista, predicados del sujeto Chejfec. Pero la especificidad (y la efectividad) de la operación está en que no se realiza desde la altisonancia con que muchos escritores delatan sus movimientos, sino desde un constante tono menor. Por eso es importante la figura del visitante, tan distinta de la del viajero. El viajero parte de un lugar preciso hacia un destino preciso y en base al contraste de ambos elabora su relato y en éste, a la vez, su experiencia. El visitante simplemente se desplaza sin detenerse más que lo necesario para recoger una nueva impresión.
Esa sería una buena explicación de la presencia escasa y asordinada de conclusiones en los ensayos de El visitante: la conclusión es un punto de llegada y sube el tono de la enunciación. En los deslizamientos de Chejfec no hay espacio para tal contundencia. La conclusión es reemplazada por la impresión, que no renuncia a la exégesis ni a la revelación pero que tampoco adquiere en el cuerpo de cada ensayo un lugar de jerarquía. Esto constituye una horizontalidad constructiva desde la cual la apropiación de cada objeto se realiza mansamente y a la vez con tenacidad. Incluso en los materiales más heterogéneos, allí donde la poética del autor tratado podría entrar en cortocircuito con la de Chejfec, aparece de pronto una frase, unas pocas palabras aplicables también al texto que tenemos en las manos que nos ofrecen entonces una inesperada conciliación.
Así, en un movimiento envolvente, puede deslizarse de las estadías de Salvador Novo o Witold Gombrowicz en nuestro país a su propia experiencia de emigrado para hacer aparecer sorpresivamente a Copi:
Para quien vive afuera y está envuelto en la madeja de las distancias, las versiones de extranjeros sobre el país poseen una clara faceta persuasiva. No convencen de algo definido, más bien transmiten un sentimiento de camaradería y frustración: se está a mitad de camino entre ellos y los residentes. Uno es el visitante que al llegar registra los cambios en el nuevo lugar archiconocido pero siempre desordenado hasta que se acostumbra de nuevo. Esas lagunas de tiempo traducidas a elipsis físicas convierten cada visita en una actualización espontánea.
Hay un relato que combina lectura y sueño, pero también elipsis y brecha cronológica. En El urugayo, el que escribe está llegando constantemente a su país. El narrador de Copi no termina de llegar, su experiencia es la de un recomienzo constante. (p.109)
La de Chejfec en El visitante se revela a los ojos del reseñador, entonces, como una poética superficialmente inocente pero autoconsciente en lo profundo, que, a la página de haber sido tentativamente capturada por alguna fórmula creativa, ofrece como explicación de algo más la misma fórmula que el reseñador creía haber inventado. Como si el texto revelara que no guarda ningún as bajo la manga. Lo que transmite al lector la sensación de estar armando un rompecabezas cuyo dibujo coincide con los trazos de la mesa que tiene debajo. Las impresiones del visitante no son epifanías, no pretenden llevarnos a un lugar diferente del que ocupamos al inicio. Y a la vez, de modo imperceptible, los objetos de estas impresiones van cayendo bajo la órbita del ensayista, que se los apropia en el mismo movimiento con que simula dejarlos intactos. Algo semejante le ocurre, nos dice Chejfec, al taxista que atraviesa una ciudad:
Para un taxista la realidad es puro despliegue de la casualidad y de lo simultáneo: todo ocurre en el momento oportuno, incluso cuando no ocurre, u ocurre mal. La concatenación de los hechos se presenta de un modo envolvente, como un rompecabezas que se va armando en tiempo real, y cuyas piezas es todo lo que está a la vista. (p.117)
Lo significativo del alcance de la operación de Chejfec se percibe al repasar la heterogeneidad de los materiales que convoca. Éstos pueden incluir pasajes autobiográficos de trascendencia incierta, volúmenes más próximos a lo documental que a lo literario o figuras literarias de mayor o menor centralidad en el canon. La máquina que se produce con el montaje de esas diversas piezas no ofrece, sin embargo, antagonismos o contrapuntos. Ni siquiera ante las notorias diferencias entre las poéticas de obras estrictamente literarias. El tono menor de Chejfec selecciona sin polemizar, recorta sin brusquedad, y encuentra en aquello que manipula ante nuestros ojos una superficie en la que podemos, sin dejar de percibirla en sí misma, reconocerlo también a él. Debemos para ello corregir aquella fábula borgeana del que, enumeraciones caóticas mediante, encontraba finalmente, en el mundo a cuya creación se dedicaba, las formas de su propia cara: no es, ciertamente, la cara de un escritor lo que nos permite identificarlo sino su voz, esa voz que no siempre coincide con la que oímos en las entrevistas. (Aunque en esta oportunidad sí lo hace.)
Una de las particularidades de esta voz lo constituye en el caso de Chejfec una prosa que no persigue la precisión hasta lo evidente ni reposa tampoco en el coloquialismo pero que no por ello, tampoco, adopta como parámetro la neutralidad. Es de este modo que conforma sin pretenciones la herramienta fundamental a través de la cual su horizontalidad constructiva y su tono menor se apropian mansamente de los diversos objetos. Si tradicionalmente un autor se cifra en los pormenores de su estilo, el disimulo de Chejfec lo lleva a ocultarse tras una aparente falta de estilo cuya marca saliente es la ausencia de ostentación. No hay en su prosa, entonces, la menor intención aforística. Lo que sumado a su acumulación discontinua de impresiones nos lleva a confesar que, si de cierto filósofo se supo decir que era posible citarlo pero no resumirlo, El visitante nos arrebata ambas posibilidades a través de su movimiento tenue pero incesante.
A esta negación de la condensación aforística se deba tal vez otro de los fenómenos del libro: su uso particular de las citas. No encontramos la frase que encabeza o remata un párrafo ni la que se nos ofrece como alegoría de la obra o la persona de un autor. En su lugar, salvando alguna que otra excepción, las pocas veces que aparecen de forma directa dan cuenta del interés manifiesto de Chejfec por lo documental: se adosan a su texto sin marcas de intervención, ni siquiera casi las más obvias del recorte que las trasplantó de su lugar de origen al que pasaron a ocupar, ya que constituyen períodos extensos que nos obligan a deslizarnos a través de ellos acompañando el movimento del visitante. Como si los percibiéramos no a través de la mirada de Chejfec sino a la par de él.
Otra de las características del libro está dada por su disolución de las jerarquías habituales que, yendo más allá de la inclusión indiferenciada de autores situados en el centro o en los bordes del canon, llega a desactivar incluso las causalidades. El exilio de un escritor, de este modo, puede verificarse incluso bastante antes de su abandono del país natal o hasta incluso prescindir de él. O su ficción puede también ocupar ese lugar tan heterogéneo respecto de la escritura que son los encuentros de escritores, de modo tal que ser un escritor exige aparecer ante el mundo como tal, casi con independencia de la prácticas definitorias de la escritura y la publicación (“El escritor dormido”). Tal solidaridad entre la representación y lo representado, o entre la experiencia del exilio y sus circunstancias, deshace la idea común que atribuye autenticidad al referente desnudo como si tal cosa fuera posible. En su lugar, de modo sugestivo, nos plantea que el artificio es una manera válida de acceder al conocimiento del objeto, ya que la lógica del simulacro se extiende de forma imperceptible e imparable.
Otro ejemplo de lo mismo da cuenta también de cómo Chejfec puede en su recorrido, antes de comentar algunos textos de Edgar Bayley, hacer pie en la cultura de masas y referirse a la improvisación de Alberto Olmedo:
Más tarde aparece algo así como un doble sentido multifacético. Olmedo ya no es solamente la personalidad que está representando, sino que él mismo, Olmedo, es el sujeto que regula, con su improvisación, cuánto de Olmedo y cuánto del personaje hay en cada gesto y movimiento, porque ese doble plano brinda más profundidad realista a una nueva ilusión como autorrepresentación. (p.149)
Por eso tal vez la insistencia de la compiladora en la naturaleza conjunta de la producción del libro. Cuando Alejandra Laera señala en una nota inicial los criterios de selección y distribución de los ensayos que componen el libro, está anticipándonos que el gobierno último de la voz que da vida al texto no está en manos del autor sino en las suyas de compiladora, lo que, para quien atribuya a la figura de autor un estatuto natural, implica una confesión de la artificialidad del conjunto. Acto seguido, sin embargo, nos dirá que Chejfec “aceptó como suya esa configuración y se reconoció en ella”. Esto, que puede llamarnos la atención antes de adentrarnos en el texto, obedece, pese a la preferencia de Chejfec por lo documental, a la misma lógica desplegada en los ensayos que componen El visitante, con lo que terminamos preguntándonos si la intervención confesada no es acaso la mejor manera de conformar esa voz autoral, la más consecuente. Ya que como señala el mismo Chejfec:
Lo real, digamos, es verdadero y tangible en la medida en que al exhibirse gracias a una manipulación técnica es capaz de mostrar aquello que la técnica “no manipulada” camufla o convierte en lugar común: clisés retóricos incapaces de representar lo ocurrido. (p.88)
En suma, la sucesión de impresiones, muchas veces sin solución de continuidad, que constituyen los ensayos del libro, así como el aparente descuido de la prosa y la disolución de jerarquías y causalidades que configuran su arrasador tono menor, nos ofrecen una inflexión del ensayo que se desmarca de otras, consagradas, sostenidas en la elocuencia, la contundencia y la epifanía. Pero, justamente por eso, por su inocencia aparente, por su dispersión de esa figura de autor que en el común de los casos opera como catalizador y aquí se desliza de modo imperceptible entre los objetos de sus impresiones para hablarnos de sí misma cuando aparenta hablar sobre otra cosa, se demuestra tremendamente efectiva.
Fuente: Revista Luthor.