Nunca me había pasado que una columna mía en esta revista hubiera sido leída muchas veces en mi blog, donde acostumbro a postearla, y enseguida comentada en Facebook. Puede que a otros les pase, pero por lo general las columnas que publico aquí me dan la sensación de que pasan inadvertidas, como esos autobuses que siguen de largo y no se detienen en tu parada; quizá ésa es la sensación que provoca la distancia o quizá sea que si escribes cuestiones que se alejen de la política contingente eso sea lo común. Lo que he hecho en Punto Final es precisamente eso, básicamente porque por un lado he perdido contexto (el chileno) y por el otro he ganado uno nuevo (el argentino porteño). Tampoco pretendo que éstas se comenten en la esquina de Huérfanos y Ahumada, me agrada este anonimato, porque son en algún modo el informe de un inmigrante (chileno).
Pero mejor será partir recordando de qué se trataba mi última columna. Yo (afirmemos el ego por un instante) me quejaba porque en mi visita anual me había sido imposible hablar de literatura y política argentina con las personas que antes de mi partida habitualmente conversaba. Los comentarios a mi columna en Facebook fueron indirectos, pero uno no es gil. Un poeta a quien frecuentaba en Chile y a quien recibí amistosamente en mi departamento en Buenos Aires y no sólo eso, sino que también le di un paseo por la ciudad y le recomendé en qué partes conseguir los libros que andaba buscando, comentó dos veces: la primera le dijo a otro escritor, a quien conozco hace más de quince años, “viejo, ¿acaso entiendes algo de política argentina?” y la segunda agregó “viejo, ¿cómo está la literatura argentina?”. Lo más curioso es que en ella no aludía ni a él ni al escritor a quien le hacía esos comentarios; sin embargo me llamó la atención que lo asumiera y que, es más, no estuviera disponible a discutir nada. Como soy curioso y sólo la mitad de gil, intervine después de la segunda provocación; él, sin inmutarse, respondió que mis experiencias, ésas que había intentado compartir en Santiago, eran “tus experiencias”. En otras palabras, no sólo no estaba dispuesto a discutir conmigo, sino que tampoco a compartir nada: mis experiencias eran mías y debían quedar en ese terreno.
No me enojé, me reí. Cómo me reí. Y en ese momento tomé la decisión de compartir lo que sabía, sin importar que alguien escuchara o le importara, es decir sin esperar a que el autobús se detuviera en mi parada. Y por esto cuento, por ejemplo, que en las semanas que van de septiembre (esto lo escribo el último sábado del mes) he leído tres libros de ensayos, y si me remonto a la última semana de agosto podría incluir uno más. Todos de autores argentinos, tres de ellos escritores, dos muertos y uno vivo. Pero no quiero hablar del vivo, sino de uno de los muertos y del que no es escritor y que está vivo.
El primero es el libro de ensayos de Néstor Perlomgher que ha vuelto a reeditarse gracias a Editorial Excursiones, con tres textos nuevos y otros tantos suprimidos, el prólogo además está actualizado, y como en la primera versión, lo escribieron Osvaldo Baigorria y Christian Ferrer, expertos en la obra del poeta nacido en 1949 y muerto en 1992. En las páginas de Prosa plebeya se pueden encontrar, a grandes rasgos, la obsesión por la identidad: Perlongher renegaba de la identidad gay que según él conducía al gueto, pero también de la identidad nacional, que se confundía con una actitud patriótica, chovinista, y que incluso la izquierda argentina cayó en eso durante el conflicto de Malvinas. Para él, este “alborozo de la izquierda –especialmente del PC, que hace años pregona un gobierno de coalición cívico-militar– ante lo que ve como un paso más en el proyecto de convertir a la Argentina en una Ukrania del Atlántico”. Pero las críticas de este ex trotskista, ex integrante del Frente de Liberación Homosexual, exiliado durante buena parte de su vida en Brasil, no sólo se dirigen hacia la izquierda: “La ultraburocratizada y semiclandestina CGT ha donado un día de salario, ya esmirriado, para las tropas”. Hace unos años había leído la primera edición de Prosa plebeya, pero no lo hice como esta vez, y quizá eso explique la idea tan diferente, abismal, que me he hecho de Néstor Perlongher como ensayista.
El otro libro que estoy leyendo, en verdad corrigiendo, es El asalto al cielo: formación de la teoría revolucionaria de la Comuna de 1871 a octubre de 1917, de Roberto Jacoby, que a fin de año publicará Editorial Mansalva. Jacoby no es un experto en el tema, es más conocido en su calidad de artista visual y de letrista de la banda Virus. En una parte del libro, Jacoby explica las cuatro condiciones técnico-metodológicas que Lenin asumió para medir las magnitudes de fuerza relativas “que serían capaces de desplegar en la guerra civil y para determinar, por consiguiente, las probabilidades de victoria de cada bando”. Es un libro raro el de Jacoby, no sólo porque lo escribe un artista de su talla, sino porque también un libro así en este tiempo resulta tan inútil como pretender hablar de política y literatura argentina con mis compatriotas. Pero ahora que lo pienso un poco, es bella esta inutilidad.
Leer nota original, ACÁ.