Editorial Excursiones

«La curiosidad y el asombro te mantienen con vida», entrevista de Lisy Smiles a Jorge Consiglio publicada en La Capital el 31 de diciembre de 2017

«La palabra es el gran dique», contiene. ¿Pero qué contiene? Mundos, propios o ajenos, más bien pequeños, habitados por detalles. Jorge Consiglio acaba de publicar Las cajas, un conjunto de textos múltiples, disímiles, donde la palabra teje tramas que intranquilizan. Nada parece perdurable, ni la materia narrada, ni el punto de vista ni el texto. Sí la palabra, a la que el escritor apela como una suerte de defensa en lo personal y de artilugio en lo literario. Esa que permite mentir cabalmente. «Cuando vos afirmás, cuando mentís cabalmente, se genera como una impregnación en la palabra que pareciera que estuvieras diciendo la verdad», dice Consiglio, un escritor difícil de clasificar, lejos del inventario.

Las cajas, publicado por Excursiones (editorialexcursiones.com), adelanta algo de sus secretos en la tapa. Se trata de una obra de Silvia Gurfein, elegida por la editorial, y que genera un fuera de foco, un mar de incertidumbre. Los textos que contienen las cajas de Consiglio intranquilizan. «Qué bueno que la lectura no sea tranquila, que los textos sean un tembladeral», comenta el escritor durante un reportaje con Cultura y libros. Y lo son.

Son textos breves, agrupados en dos capítulos, «El bien perdido» y «Vidas ajenas», y son el resultado de sus publicaciones en el blog de la editorial y librería Eterna Cadencia (www.eternacadencia.com.ar). En términos generales, los agrupados en el primer capítulo tienen un tono autobiográfico aunque la ficción se cuela con gran disimulo. Es que la narración en primera persona refuerza la sospecha autorreferencial. Pero, claro, es pura sospecha.

Los que aparecen publicados como «Vidas ajenas» juegan con el verosímil. A veces un giro hacia cierta escritura positivista parece indicar una identidad documental, pero una vez más la ficción hace que la desconfianza se cuele.

En verdad, si existiera tal condición, es que la incertidumbre produce una suerte de dinamismo que activa la memoria, una de las materias narrativas clave en la literatura de Consiglio.

Observador perspicaz, utiliza el detalle, la astilla, para irradiar su mundo, el que construye con la palabra como dique para contrarrestar lo que lastima. Con la poesía en el horizonte, Consiglio busca donde otro desecha, miente para poder afirmar lo que se torna indecible. Sin alambiques, ni artilugios, sus armas son la incertidumbre, el asombro, la sospecha. En diálogo con Cultura y libros abre sus cajas para compartir sus contenidos.

—¿Cómo fuiste armando «Las cajas»?

—Empecé hace unos cuatro o cinco años, yo tenía que participar en el blog de Eterna Candencia, más o menos cada veinte días. Pensé que esas entradas reunieran varias cosas, que articularan dos historias que no necesariamente tuvieran relación pero que, a partir de engranajes internos del texto y de toques menores, lograran algún tipo de cohesión o entendimiento. Otra de las propuestas que me hice, de esos mandatos que uno se impone, es que no tuvieran más de 5 mil u 8 mil caracteres. Y en algún momento jugué a la autobiografía. Lo autobiográfico puro y duro se empezó a mezclar con esa lógica de la ficción, con esas cosas que empezás como a necesitar y que no necesariamente son rigurosamente autobiográficas. Los editores o quienes me recibían los textos me decían «¿querés publicar esto, en serio? Porque mirá que por ahí te compromete, te afecta en algo» y yo les decía: «Mirá, es ficción». Ahí me dije «qué bueno eso», que el pacto ficcional empiece a generar otra dialéctica con lo real.

—Al recorrer los textos lo autobiográfico se torna sospechoso…

— Sí, le otorga como una tensión al texto y eso puede tener que ver, en principio, con escribir en primera persona. Me parece que a partir de los 90, con la aparición del ejercicio del yo en la escritura, como que todo lo que escribís en primera persona es autobiográfico, pero además me parece que hay algo del tono. Cuando vos afirmás, cuando mentís cabalmente se genera como una impregnación en la palabra que pareciera que estuvieras diciendo la verdad.

—El primer texto que abre el libro, «Aire», comienza: «Mi psiquiatra me cambió la medicación»…

—Sí, tal cual (risas). Bueno, esa, por ejemplo, es una historia real. Lo que yo también buscaba a partir de esta primera persona es que entraran otras historias y que esas otras historias también tuvieran como una dinámica autobiográfica. Es decir, jugar con esta cuestión de la refracción en otras historias. Vos contás una historia que en realidad tiene que ver con vos, a vos te falta el aire, a uno le falta el aire, pero preferís desplazarlo… para jugar un rato.

—Este libro habla de un tipo muy curioso.

—Sí, creo que hay como dos cosas que a uno lo mantienen con vida, o lo mantienen más o menos estable emocionalmente, para no ser tan dramático, que tienen que ver con la curiosidad extrema. Con mirar el mundo a partir del asombro. No es un artificio, realmente la relación con el mundo te genera esa cosa de asombro, por una parte, que nunca deja de tener que ver con lo celebratorio. Me parece que ese contacto siempre fresco con el mundo te mantiene en cierto estado de la salud emocional, y de alguna manera te libra de una mirada de inventario, de catalogación, que es una mirada como clásica. Me cansé de ver miradas así, deslucidas, incluso dentro de la literatura, opacas. Y la otra es la del mundo como fragmentación, no una mirada totalizadora sino una mirada a partir de la metonimia, como levantar el tornillo y a partir de eso enhebrar una cosmovisión.

—Justamente ahí aparece la dificultad de separar la estética de la ética. Pero a la vez tu opción por el detalle, como materia narrativa, acerca tus textos a la micropolítica. ¿Hay algo de eso en tu escritura?

—Totalmente, fervorosamente creo en eso. Estoy completamente de acuerdo en lo que vos me decís acerca de la relación de la ética y la estética. No hay opciones estéticas que no sean opciones, por otra parte, políticas, y ese compromiso lo atraviesa todo, la ética y la estética. Y con respecto a la atomización, eso de ver el mundo a través del fragmento, el detalle, la chispa, la astilla también tiene un cotejo con cierta manera de trabajar, con la elección de lugares. El detalle o la astilla no es lo que queda, sino que es en lo que creo. En una lupa poderosa que parece insignificante, a la que le tengo mucha fe porque es una lupa lírica, y nosotros trabajamos con la palabra de modo que es ultraintensa, más que poderosa. Y tiene tanta intensidad porque abre sentidos.

—Junto a esa atención al detalle también hay como un fuera de foco, algo que logra perturbar una lectura lineal, ¿cómo es tu mecanismo de escritura, en la que se observan, además, ramalazos de poesía?

—Sí, está la mirada atomizada, del detalle, pero por otra parte también está la mirada vaga o merodeante, errante o poco precisa y eso tiene que ver con correrme de una instancia de definición. Me parece que si uno define, nombra, va directo al punto, cancela. La tarea de los textos, de la literatura en general, tiene más que ver con un merodeo que con una tarea de nombrar, cerrar y cancelar porque sería relacionarlo, otra vez, con algo más taxativo , clasificatorio, y uno trabaja más en una instancia de la incerteza, de la imprecisión, de la vaguedad.

—A la vez hay algo que puede sonar como contradictorio que son las explicaciones o citas casi científicas. Algo que se ve más en la segunda parte del libro, «Vidas ajenas». Esos giros le otorgan un verosímil extra al texto y a la vez inquietan al lector.

—Cuando empecé a trabajar en esa segunda parte del libro, pensé en el texto chapucero, en el sentido de la erudición relacionada no con la web, que está bien pero es demasiado accesible, sino más bien con las viejas enciclopedias, como la cosa que envejece. Al jugar con eso ahí, aparecía como un doble fondo porque se lee como una definición de diccionario pero al mismo tiempo genera como una especie de mediasombra o desconfianza, a pesar del discurso medio positivista.

—Vos trabajás en general en tus textos sobre la memoria, ¿es posible narrarla?

—En realidad estos textos son una ficcionalización a partir de la memoria y de hecho me parece que para que la memoria sea dinámica justamente tiene que ser una memoria ficcionalizada, pasada por el tamiz de la ficción. ¿A qué me refiero cuando hablo de la memoria dinámica? A que la memoria tenga impacto en tu vida actual. O sea, no ese episodio que recordás y que quedó en la infancia como encapsulado sino que eso que narrás como episodio del pasado tenga una relación directa con el presente. Hace poco estaba hablando con Tununa Mercado. Ella tiene un libro del 87 que se llama En estado de memoria en el que habla sobre su experiencia en el exilio. Vuelve y empieza a mirar, con una mirada superextrañada, qué le había pasado en México. Alberto Giordano en un texto señala sobre lo de Tununa que lo que ella narra, de una manera superágil, yendo y viniendo, tiene que ver con una memoria activa. El pasado como no cristalizado, un pasado que está activo. Y para eso, ella tiene una dinámica muy particular en el relato. Yo no me planteé tanto, pero sí quería ensuciar el presente, que los relatos estuvieran como mezclados todos con todos, y de esa manera dinamizar la memoria. Como si constantemente estuviéramos en el relato de un objeto poliédrico, como si el texto estuviera bien poroso del pasado, aunque uno nunca sabe bien qué pasa.

—A través de ciertos climas íntimos pareciera que buscás, a través de la escritura, salvar a tus personajes que, en general, aparecen como vulnerables…

—Bueno, yo lo veo al revés. Toda esa escenografía de vulnerabilidad, toda esa escenografía de pequeños objetos, de pequeños climas e intimidad, siento que es lo que me defiende a mí. Hablo, claro, de lo que me pasa a mí. Son como esas cosas neuróticas que uno arma. A partir de ese engranaje de cosas me ordeno la mesa de tal manera que el mundo, que es tan jodido, tan implacable, cuando llegue a esta mesa encuentre como un dique…
—Bueno, la palabra es el gran dique…
—La palabra es el gran dique, claro, pero incluso armar ese blindaje, que es pura fragilidad, así y todo, genera una protección, un amparo. Pasa también cuando uno escucha música, es como que armás tu pequeño microcosmos hecho de un montón de pequeños objetos, y esos objetos finalmente te salvan. Saliendo de la ficción y mirando eso, yo me siento como justificado. Como que levanté un tornillo que era «particularmente» lindo, ese tornillo sirve porque lo levantaste, lo rescataste del piso, pero al mismo tiempo vos te «blindás» con el tornillo, te hace muy bien.
—Como narrador jugás con la lejanía y la cercanía, respecto de lo que contás y con el lector, eso produce una sensación a veces extraña.
—Supongo que ese zigzag, ese tramado más íntimo, ese ida y vuelta genera mucho movimiento en el texto. Habíamos empezado hablando del texto como un tembladeral y creo que ese movimiento es el que torna al texto inestable, o sea que es algo que se mueve constantemente y nunca sabés si estás cerca o lejos, lo que redunda en un extrañamiento.
—¿Y qué pasa con tu mirada como escritor? No es ingenua, vos buscás determinado punto de vista.
—Sí, totalmente, la verdad es que mentiría si dijera que es todo ingenuo, igual no creo en eso de los diez mandatos del cuento; eso de que vos escribís con estas cinco técnicas y te sale y listo. Me parece que hay una alquimia, que te quemás la cabeza para buscarla y nunca sabés si la hallaste o no, y esa alquimia más que con cuestiones técnicas o sintácticas, sin abortar las cuestiones sintácticas, obviamente, tiene que ver con una cuestión concreta de sonido. Esa alternancia, como en la poesía, de sonido y silencio hace que el texto resuene, connote o no, o sea como una suerte de caja vacía. Y ahí sí que estás frente al texto y tratás de hacer todo lo posible, lo inocente y lo menos inocente, pero hay algo del orden del capricho, se da o no se da, que te sale o no te sale. Pero, por supuesto, que cuando escribo estoy muy atento a todo lo que puedo.

Terraza

Son veinticuatro los escalones hasta la terraza allí están las macetas. También hay un respiradero, una parrilla, dos baldes de plástico, alambres para colgar ropa y el paisaje del cielo. Hay, además, una rejilla de desagüe que pasa desapercibida en una primera mirada. Es una pieza cuadrada de fundición, Su objetivo es impedir que la basura llegue a los caños. Después de una tormenta, sobre esa rejilla, quedan cosas, Es un collage, un insólito catálogo. Resulta contradictorio, pero en ese abandono hay un estado de fuerza, una filosofía. los pájaros se acercan a ese hervidero. Se llevan cosas. Les dan un nuevo sentido.
Si hay ropa colgada, el panorama de la terraza es otro. El movimiento concede una gracia. Algo irreal tiene lugar en ese espacio. Prefiero las camisas con las mangas hacia el piso cuando el viento las agita. Son teatros vacíos, coliseos.
Ahora mismo, si miro hacia la calle, distingo el cartel azul con letras blancas que dice «Lascano», el follaje de un árbol y un tipo que camina. Me llega amortiguado el ruido de Nazca. Al frente, hay una cúpula en medio de los edificios. La ciudad es una tendencia, una suerte de emoción. Se cierra sobre sí misma, se vuelve crítica, aunque siempre deja grietas, espacios por donde colarse. En los techos, la fantasía —que altera el orden cotidiano— hace su juego.

Marcas

En Río de Janeiro hay una playa que se llama Arpoador. Está en la zona sur de la ciudad. Conecta Ipanema con Copacabana, pero no se puede ir por la arena de una playa a la otra. El Fuerte de Copacabana interrumpe el paso por tierra. Es mi lugar preferido.
Allí los indios se paraban en un montículo y pescaban con un arpón. Ahora van los surfers. Tienen una idea inmediata de la vida. Descansan en la arena. Se pasan por el pelo el mismo aceite con el que cuidan las tablas. Hablan entre ellos lo imprescindible. Miran el mar. De tanto mirarlo, se quedan dormidos en posiciones absurdas. Andan por el agua igual que por la tierra.
A la tarde, con el último sol, fuman marihuana. También la venden. De hecho, les compro cada vez que voy. Tienen precios exagerados, pero yo pago feliz. Me quedo un rato con ellos. Juego a hacer una vida que no aguantaría más de dos horas. Los surfers se ríen de nada. Señalan el horizonte. Crecen cuando miran la lejanía.
Hace poco me presentaron una mujer. No era despreocupada como ellos. Parecía pensar cada movimiento. Por ejemplo, levantar un brazo o sacarse la arena del pie. La invité a cenar. Tomamos mucho. Me acompañó al hotel y nos dormimos en la misma cama. La noche pasó como un rayo. A la mañana siguiente la vi desnuda. Tenía estrellas tatuadas en la ingle. Eran marcas muy desagradables. Cada trazo, una erosión, una raya de tinta y un punto de pus. Me dijo «Não posso controla minhas feridas». Ese era su testimonio, lo más concreto que podía ofrecer.

Fuente: La Capital (Rosario).

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Esta entrada fue publicada el 09/03/2018 por en Prensa.
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