Por Carolina Esses
El Autor -así con mayúscula- ha muerto, decía Roland Barthes en 1968. Y con el autor caía la idea de obra, de originalidad, de genio creador, de sentido único. Lo que quedaba, lo único que quedaba en pie, era la figura del lector. Todavía hoy aquella sentencia sigue vigente: el lector es protagonista indiscutido en la construcción de esa red de significaciones que define la literatura. Lo sabía Borges, claro, y se reconocía siempre y ante todo como lector. Ricardo Piglia, ese otro gran lector, decía que Borges podía ser pensado como «el que ha pasado la vida leyendo, el que ha quemado sus ojos en la luz de la lámpara». Lo sabía Italo Calvino y construyó con las peripecias de un lector y una lectora toda una novela: Si una noche de invierno un viajero. La reedición «recargada», como dice la contratapa, de El libro de los géneros de Elvio Gandolfo por Blatt & Ríos, la colección Lectores de la editorial Ampersand y el libro Notas de campo de Hernán Ronsino publicado por Excursiones son sólo algunas muestras recientes de la vitalidad que adquiere la pluma de un escritor cuando reflexiona sobre sus lecturas.
Se pueden pensar estos libros desde la idea de una autobiografía literaria construida a modo de compilación de ensayos, sumatoria de lecturas o recorrido. Cada escritor, pensado no como autor sino como aquel que ejerce un oficio, que se pone a disposición del texto de otro, relata su universo de lecturas, explica desde dónde, cómo lee. Una práctica que a partir del siglo XVIII, y sobre todo del XIX, pertenece al mundo de lo privado. Aun en medio del bullicio de la ciudad, cada cual lee en silencio, para sí, más o menos abstraído del mundo exterior. Hacer de esta práctica algo público -dar clases o escribir crítica- no le quita a la lectura ese sello privadísimo que la articula con lo más vital de cada uno: la propia experiencia.
«No sé lo que soy», dice Daniel Link, «pero sé lo que he leído»: quién se adentra en La lectura, una vida. -que junto a Excesos lectores, ascetismos iconográficos de José Emilio Burucúa y Fantasmas del saber de Noé Jitrik forma parte de la colección Lectores dirigida por Graciela Batticuore y publicada por Ampersand- comprende rápidamente que para Link vida y literatura son términos idénticos. La lectura no funciona como un catálogo de libros sino como una práctica que atraviesa y modifica la experiencia.
«Confesar lo que le leído no tiene ninguna importancia -dice-. Mejor es consignar quién me llevó a hacer esas lecturas y cómo esas indicaciones se transformaron, tarde o temprano, en una manera de leer y en una pedagogía.» De lo que se trata es de rendir cuenta de escenas de lectura: cuándo se leyó qué y qué efectos tuvo en aquel momento preciso de la vida: las revistas Anteojito y Billiken, la historia familiar que se lee como la primera ficción y después el profesorado, el encuentro con Enrique Pezzoni y el nacimiento a partir de esa amistad -discípulo y maestro- de una manera de entender la crítica.
La literatura atraviesa el cuerpo, es una manera de entender la propia subjetividad, incluso a partir de categorías literarias. Link va tejiendo la trama que lo llevará más tarde a no dejar de leer jamás, a «leer hasta que la muerte nos separe» como reza la bajada de Subrayados, de María Moreno, publicado por Mardulce en 2013, otro gran libro que traza un mapa de lecturas.
La literatura va a ser sucesivamente descubrimiento, arma contracultural, vínculo con los otros. Link se define como un humanista, se pregunta: «¿Cuáles son los trabajos que desempeña un humanista del Tercer Mundo a lo largo de su vida?» Las respuesta son muchas: docente, editor, crítico, académico; una vida de «enriquecimiento simbólico», como dice. En ese sentido La lectura, una vida. es también un libro sobre el trabajo. Ahí es donde los nombres empiezan a sumarse y se construye una constelación de lectores: María Moreno, Diego Bentivegna, Ariel Schettini, Sylvia Molloy, Josefina Ludmer, Ana Amado, Raúl Antelo y tantos otros. Link se detiene en sus libros, expone -aquí, en esta suerte de autobiografía- una lectura atenta y minuciosa de algunos de sus textos. Es el lector crítico, es el que tiene la capacidad de acercarse a la letra y analizarla de manera microscópica pero también de alejarse y mirar -porque lo ha vivido, porque lo vive- el campo literario en su conjunto.
«Hay un relato.» Así comienza Notas de campo, el libro de ensayos de Hernán Ronsino y así, se podría decir, comienza toda autobiografía. Lo que va a narrar, lo que va a transformar en relato, es su formación como lector y después o, mejor dicho, en paralelo, como escritor. Notas de campo está articulado a partir de tres ejes: «Huellas» donde recorre sus inicios como escritor y sus viajes, «Lecturas» y «Tensiones». En el primero encontramos la biblioteca familiar, esa que, cuenta Ronsino, se forma a partir de dos mitos: el de la escuela normal -antes de recibirse de maestra, su madre, inmigrante italiana, gana un concurso de poesía- y el de la gauchesca: el premio es el Martín Fierro en la edición ilustrada por Castagnino. Al igual que en el libro de Link, en este primer momento, se cifra gran parte de lo que va a venir después: el pueblo de campo como escenario y universo discursivo.
Walter Scott, Marcel Proust, Samuel Beckett, Ezequiel Martínez Estrada, Alfredo Gómez Morel, Juan José Saer son algunos de los autores que explora en la segunda parte del libro. A la lectura de cada uno, superpone el relato de alguna experiencia particular, de alguna anécdota. Como si el recuerdo de la lectura no pudiera, años después, separarse de su vivencia. Las palabras ajenas se mezclan con las propias y el relato de la vida empieza a construirse, para el escritor que es todavía muy joven, en igual medida por lo leído y lo vivido. Por eso, encontrar, como dice Ronsino, «al azar», en medio de la biblioteca de la Facultad de Ciencias Sociales, Crítica y ficción, de Ricardo Piglia, es todo un descubrimiento. Ahí, en ese libro emblemático, encuentra a un lector que, como él, entiende la vida a partir de su articulación con la literatura: «Una vida puede ser contada, por ejemplo, por los libros que uno ha leído», dice en referencia a Los diarios de Emilio Renzi. Se podría decir que los libros de crítica y de ficción comparten el mismo estante de la biblioteca, acompañan, modelan, forman. Los diarios de Piglia son para Ronsino la mejor manera de responder a la pregunta sobre cómo narrar una vida marcada por los libros.
A la hora de elegir qué leer están quienes siguen el camino seguro y sacralizador del canon y quienes deciden aventurarse por circuitos que suelen ser maltratados por la crítica, siempre temerosa de los éxitos de ventas. Es lo que hizo Rodolfo Walsh con el policial o Manuel Puig con el folletín. En esta línea se encuentra Elvio Gandolfo y El libro de los géneros recargado. Gandolfo tiene una habilidad particular: se pone en la piel del lector de género -ese que devora libros, que lee de manera adictiva, que colecciona- pero lo hace con la distancia necesaria para analizarlo críticamente. Explora una manera de leer, la de quienes buscan reconocer en cada texto la fórmula de lo que se entiende por terror, por fantástico, por ciencia ficción, por policial, los cuatro universos que analiza; piensa los mecanismos internos de los géneros, las maneras que tienen de reinventarse. Quien lee un relato de Conan Doyle busca, explica Gandolfo, «tener la confianza de encontrar a Sherlock y a Watson siempre iguales a sí mismos, con nuevos datos, pero siempre dentro de una dirección determinada». Al leer sus artículos, se siente la urgencia de salir corriendo a leer a Philip Dick, a Stephen King.
En esta elección por los géneros -en esta decisión de compilar todos los artículos en torno al tema- se manifiesta una postura sobre la literatura muy vinculada a lo popular. Los cambios, los grandes cambios dentro del campo literario, va a decir Gandolfo, son «saltos de libertad» dentro de la literatura de género. Y ahí es donde entra el canon: Shakespeare, Cervantes no fueron sino ejemplares lectores de los géneros populares de la época. Sin duda Manuel Puig y Rodolfo Walsh, pero también Borges son exponentes de este mecanismo. O César Aira -otro lector exquisito: sus libros sobre Alejanra Pizarnik y Copi son verdaderos clásicos- y su utilización de la matriz de la novela de aventuras.
La literatura, se lee en los artículos de Gandolfo, es lo opuesto a la novela tradicional, esa «fórmula pradigmática de la ‘madurez’ literaria burguesa» y al «aburrimiento en las estructuras educativas». Para él tiene que ser una celebración, como la que lo llevaba, de adolescente, a armar antologías: «Todo lo que me gustaba lo pasaba a máquina, lo abrochaba y lo circulaba», cuenta. Gandolfo es, entre otras cosas, el escritor editor, ese que pone a disposición su lista de libros, el que historiza, el que sabe todo sobre aquellos escritores que admira. De la lectura de su libro se desprenden al menos dos conclusiones o deseos: leer debería ser una práctica tan desprejuiciada como la carcajada de la foto que ilustra la portada y una defensa de algo tan simple y a la vez tan complejo como es el gusto, la propia preferencia.
Fuente: La Nación.