Tengo el gusto de deciros, por medio de estas líneas, que la muerte, más que un castigo, pena o limitación impuesta al hombre, es una necesidad, la más imperiosa e irrevocable de todas las necesidades humanas. La necesidad que tenemos de morir sobrepuja a la necesidad de nacer y vivir. Podríamos quedarnos sin nacer pero no podríamos quedarnos sin morir. Nadie ha dicho hasta ahora: “Tengo necesidad de nacer”. En cambio, sí se suele decir: “Tengo la necesidad de morir”. Por otro lado, nacer es, a lo que parece, muy fácil, pues nadie ha dicho nunca que le haya sido muy difícil y que le haya costado esfuerzo venir a este mundo; mientras que morir es más difícil de lo que se cree. Esto prueba que la necesidad de morir es enorme e irresistible, pues sabido es que cuanto más difícilmente se satisface esa necesidad, esta se hace más grande. Se anhela más lo que es menos accesible.
Si a una persona le escribieran diciéndole siempre que su madre sigue gozando de buena salud, acabaría al fin por sentir una misteriosa inquietud, no precisamente sospechando que se le engaña y que, posiblemente, su madre debe haber muerto, sino bajo el peso de la necesidad, sutil y tácita, que le acomete, de que su madre debe morir. Esa persona hará sus cálculos respectivos y pensará para sus adentros: “No puede ser. Es imposible que mi madre no haya muerto hasta ahora”. Sentirá, al fin, una necesidad angustiosa de saber que su madre ha muerto. De otra manera, acabará de darlo por hecho”.
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